Huayán pueblo añorado, testigo de mis primeros pasos y palabras, todos saben del sentimientos especial de este humilde servidor por mi tierra, no solo porque nací en ella, sino por los recuerdos inolvidables de mi niñez.
A mis diez años de edad madrugaba al campo para retornar a la hora del colegio. A las cinco de la mañana ya estaba en Huantash buscando mis animales con mi infaltable ondilla colgado en mi cuello y talega al hombro, siempre acompañado de mi perro de nombre “lente”, ahí esperaba para recibir y sentir el primer rayo del sol que se asomaba lentamente por el cerro llamado “tacarpu”, la sombra del rayo solar para muchos era el reloj que marcaba la hora. Desde ese lugar veía una impresionante y hermosa vista de todo el pueblo de Huayan. Caminaba a diferentes lugares que dicho sea de paso tienen sus propios nombres como Karquin, curmin, hueca, cuchcup, keroc, cotup, chacuas jirca, jatun sequia, lucma, champas, rupa era, huishco, fierro cruz, etc, etc. Creo lo que más extraño de mi tierra cuando estoy lejos es su clima, su gente, sus costumbres, hay que estar fuera de ella para en verdad extrañarla, sus valles, sus comidas, el hablar, bromear y saludar en quechua “y.. shee…”. A este pueblo hay que quererla y trabajar por ella, es preocupante que actualmente se encuentre en pobreza por culpa de sus autoridades de turno que han hecho poco o nada, solo se han preocupado en asegurar sus bolsillos.
Era marzo, época de sembrío, llovía sin cesar día y noche, en medio de esa intensa lluvia en kelle cuanan chibolo iba guiando el par de toros o yuntas que estaban cuidadosamente atados al yugo, botaban abundante humo por la nariz y al compas de su lento andar rumiaban, uno de color barroso pinto y el otro completamente negro azabache de frente blanca en forma triangular de nombre “luyac urcu”, mi padre de rostro muy serio pero de corazón generoso, con su poncho y sombrero completamente mojado por la lluvia, araba con la taclla chicote en mano, mientras mi tía Llolla, atrás, en cada paso que daba, dejaba caer la semilla de maíz en los surcos. Detrás de ella, don Julian Quiñonez y el “loco mañu”, racua en mano, inagotablemente hacían su propia labor. Me alegraba cuando mi madre llegaba al medio día con el almuerzo o janchaqui, en su olla de barro envuelto y atados con trapos, almorzábamos sentados debajo de los arbustos y al mismo tiempo se descansaba para seguir con el sembrío. Al final de la jornada, en casa, nos esperaba la cena, que consistía en varios potajes, como es el llushtu, shinti, cancha, alliush uchú, papacashqui, shirimpu, haa..y no podía faltar el humeante “shacui”: “para asentar la comida…” decía mi madre. Mi hermano y yo gozábamos y nos reiamos cuando don Julian repetía y repetía la comida y no no se llenaba, así como trabajaba, también comía, estos alimentos hacían que recuperara fuerzas.
Mi lugar preferido para el pastoreo de mis ovejas y chanchos era el paraje Kellcha y “llanu-sequia”, desde ahí se divisaba todo el pueblo, en ratos la neblina era negra y tupida que dejaba ver solo a un metro de distancia, en muchas ocasiones extravié en un pequeño descuido mis animales (por jugar). En esta situación, yo había aprendido de otros, la creencia de que para despejar la neblina y ubicar al animal extraviado, tenia que sacarme una pestaña para luego soplarlo al aire, o se escupir saliva en la palma de mi mano, para luego golpear con los dedos. En la dirección en la que volaba la pestaña o salpicaba la saliva coincidentemente se encontraba al animal perdido, de lo contrario ya estaba depositado en el coso por dañino.
También recuerdo con nostalgia, que en épocas de cosecha nos trasladábamos toda la familia a vivir a la chacra llevando todas nuestras cosas, incluso al perro y al gato. Construíamos en medio del maizal una choza, en la cual se cocinaba y dormía. Además, dormíamos en el medio del trigo “pajar”, que se encontraba en el lugar llamado “era”. En las noches, nos iluminaba desde el inmenso cielo azul la “luna” llena en su plenitud, que dicho sea de paso verlo era alucinante, saltaba, me tiraba de volantines sobre la pajas del trigo hasta cansarme y quedar rendido.

Todo los días terminada la tarea de la escuela, mi obligación era llevar a tomar agua a los animales en el puquio de “Kilhuellan”, luego darle el pasto. Acudía directamente desde la chacra al colegio. El campo era uno de los sitios mas bellos, las plantas frondosas, el trinar de pájaros que no cesaban de cantar: recuerdo el nombre de las aves como el huinchus, tuyac, cullcu, pichichanca, keshro, santa rosa, chacua, cuculí, zorzal, quillicsha, chocchu, huanchaco pecho colorado, etc... Todo ello daba vida y alegría al campo. Con ansias esperaba la hora de salida del colegio, para luego caminar apresurado hasta llegar al rastrojo de la chacra donde había dejado la trampa o “toclla”, por su puesto me iba bien, entre otras travesuras. Fueron experiencias hermosas de mi adolescencia.
Por otro lado, era característico distinguir por la vestimenta a las personas que no eran del lugar, los llamados forasteros, el huayano tenía típica vestimenta, los hombres entre mayores y niños, todos sin excepción, usaban sombrero, poncho de color marrón nogal; las mujeres el manto o pañolón de color oscuro. El llanque(i), en invierno ó verano, sin lugar a dudas era el clásico calzado; además, en esos tiempos, solo algunas mujeres mayores usaban la saya negra, como es la tía Shisha, tia Monica, Jullta, etc.
En esos tiempos el varón jefe de la casa trabajaba de sol a sol, madrugaban a sus chacras, sembraban hasta la última parcela. Muy temprano se reunían para sus juntas al llamado de la campana “chinchi”, previo acuerdo se repartirían racionadamente el agua, esto dirigido por el “juez de aguas”. En si eran personas admirables, trabajadores y ejemplos a seguir, siempre se les veía discutiendo, como decían ellos retajilando de política, en especial al señor Albino Ramírez, quién fue gobernador en muchas ocasiones, con su inseparable corbata. Cuenta la historia, que este señor jamás se sacaba la corbata, en una ocasión en su chacra, en momentos que golpeaba con fuerza la estaca para amarrar a sus animales, rompió su corbata con la piedra, sin embargo, después de coserlo seguía puesto.
Ahora voy a nombrar a las personas de aquel entonces que integraban la sociedad huayana del barrio abajo (algunos con sus apodos), aquellos que construyeron a puro pulso sus moradas con adobe y tejas, hombres que han dejando ese legado a sus descendientes y que en gran mayoría ya partieron a mejor vida, como son:
Prof. Oscar Gomero, Leoncio Gomero, “Paparito” Aguilar, Gaspar Berrocal, Albino Ramirez, “Populo”, Lutuardo San Martin, Prof. Diodoro Rodriguez, Junipero Bello, Canción Berrocal, Sotico Palacios, Cirilo Yauri, “Llimush”, don “Eshtu” Osorio, “Ichic Tullicho”, Pasión Quiroz, Ovidio Berrocal, “Ccopa Macshi”, Marciano Braul, Mamerto Espiritu, Valentin Angeles, Hugo Chavez, don Pompeyo Leon “Cachi Tarro”, “Chuncho Eliaco”, “Mañu Cerro”, don Maglorio, Serapio Huerta “santulin”, “Macshi” Berrio, Julio Urbano, Jacinto Cano, “Aña” Luna, Nicanor Medina, Vidal Luna, Florencio Palacios, Senovio Rasgon “shinu”, Constantino Espindola, Gilberto Torres “gol”, Jesús Cerna, Emilio Aguilar, Mauro Anaya, Toribio Palacios, Francisco Gomero, Julio y Victor Prudencio, Julio Hueyta, Agustin Mallqui, Juan Mejía, Eliseo Huerta, Onorato Romero “oñu”, Daniel Hurtado, Amadeo Chávez “mudo amallo”, Fortunato Berrocal, Roberto Torres, Artemio Palacios, Emiliano Gomero, Albino Ramirez, Albino Aguilar, “Ñish Ñish”, Carlos Jaucala, etc...
EL PIQUI CHAQUI – Huayano hasta las lagrimas.