Cuando era niño, vivía allá en mi tierra Huayán, uno de esos pueblitos ancashinos escondido allá en los andes negros. Vivía en ese campo duro, sin comodidades, sin juguetes, sin televisión porque no había luz eléctrica, sin muchas cosas... Pero tenía a mis padres. Hasta ahora gracias a dios tengo una madre maravillosa, que no comía por darles a sus hijos. Y un padre que no dormía por trabajar para nosotros, era nuestro héroe…lo era todo.
El no tenía cultura, a veces las verdades duelen, pero es cierto y siempre he creído que de haberla tenido habría sido uno de renombre y hubiera sido de más utilidad a nuestro Huayán Querido. No tuvo dinero, pero espiritualmente fue rico. El “Niño Manuelito” aparte de valores, le dio a papá una inteligencia admirable. Muchos años después comprendo que desde su humildad fue grande. Muchas veces, cuando regresaba fatigado de su duro trabajo en la chacra, sentado en sus rodillas y abrigado con su poncho, con ojos expectantes, en silencio y maravillado, sin que el sueño de niño me pudiera vencer, le oía sus cuentos que nunca he leído y jamás volveré a escuchar.
Era un gran cuentista, creó para mi demonios convertidos en mula que botaban fuego por la nariz y el hocico. Dibujó miedos con la “tinya o pushanya” que se aparecen en medio de la neblina, o con el “ichic ollcu” que te jala al agua cuando estas cerca de un estanque. Le creó unos obstáculos invencibles al diablo o “yurma” como le decía y, sobre todo, hizo cuentos ejemplares sobre la honestidad, los valores, el trabajo y el respeto. Después entendí que él, con una sabiduría excepcional estaba educando a sus hijos, haciendo lo que tanto piden hoy a padres y maestros en nuestra sociedad, pues cada cuento era un ejemplo.
Hoy ya no se encuentra con nosotros ese escritor sin tinta ni hojas cuadriculadas, el narrador más extraordinario que he conocido. Se fue un padre que no les pudo dejar dinero a sus hijos, pero les dejó ejemplos de honradez, de saber ganarse honestamente la vida, de ser serviciales, de carecer de ambiciones desmedidas. Nos enseñó una virtud que jamás terminaré de agradecer: la de ser discretos, respetar a los demás y guardar siempre las distancias.
Hace seis años se fue por siempre mi padre, tal vez pesa en mí el no haberle tomado mucha atención en sus últimos tiempos, creo que a veces uno se vuelve ingrato por la distancia. Se fue un campesino humilde que luchó por sus hijos día a día, que sudó mares para darnos el pan, trabajando de sol a sol sin quejarse, eso es lo que me enorgullece de el, jamás la gente lo recordara como un tipo ocioso ni pendenciero. El caminó a pie limpio desde su entrañable “curmín”, cargando el costal con trigo, cebada y todo lo que cosechaba. Que caminó un día, dos, tres y muchos más, tras filas de burros cargados de leña desde “alvade”, “ponck´a”, “mallahuacan”, “cuchcup” y otros parajes lejanos de Huayán. O que desyerbó sus chacras para salvar la cementera. El había sufrido mucho y quería que sus hijos estudiaran al menos secundaria.
Hoy al recordarlo, me viene a la memoria esa imagen de cuando era niño y solo me queda decir: Que el fué un claro ejemplo de lo que es un padre huayano...“Descanse en Paz Padre Campesino”. (RRV)